El otro país, el de las maravillas…
LA NOCHE DE LOS NAHUALES
Benjamín M. Ramírez
Querer asegurar que Mesoamérica fue un paraíso constituye un desatino notable. Si bien es imposible pasar por alto la grandeza del imperio mexica, negarla o idealizarla supone otra equivocación y conduce a interpretaciones engañosas. Tal postura termina por minimizar los logros de un pueblo guerrero que superó innumerables desafíos desde el comienzo de su peregrinación originada en Aztlán.
A partir de lo expuesto, tampoco podemos aceptar sin reservas la versión que nos ha sido legada, esa narración pulida por los vencedores como si fuera la única verdad posible. La historia —lo sabemos— suele inclinarse hacia quienes triunfaron en los campos de batalla y en los palacios del poder, dejando en penumbra las voces que fueron acalladas por la espada, la pólvora o el olvido.
Por ello, antes de avanzar, considero imprescindible traer a la luz el prodigioso testimonio que Miguel León-Portilla rescató en “La visión de los vencidos”. En esas páginas, los antiguos cantos nahuas, los presagios y las crónicas indígenas se entrelazan para revelarnos un mundo que se desmorona desde adentro, un universo que contempla su ruina con asombro, dolor y dignidad. Es, en esencia, la otra mirada: la que no celebra el triunfo, sino que narra la pérdida; la que no alza monumentos, sino que recoge los fragmentos de una memoria herida.
León-Portilla nos entrega así una ventana hacia la experiencia íntima de los pueblos originarios durante la Conquista, un contrapunto indispensable para comprender la profundidad del choque entre dos civilizaciones. Su obra, al restituir la palabra de quienes fueron despojados, cuestiona la versión oficial y nos invita a caminar por los pliegues ocultos de la historia, allí donde aún resuena el eco de los vencidos.
México se conforma como nación tras el conflicto armado iniciado en 1810 y, en 1824, consolida su organización política en el contexto independentista inspirado por el pensamiento ilustrado, paralelo a la Revolución Francesa y a la emancipación de las trece colonias norteamericanas. Incluso Estados Unidos no se estructuró plenamente sino hasta 1787. Para entonces, la Nueva España aún conservaba los territorios de Arizona, Texas, Nuevo México, California y otros que hoy integran la unión estadounidense.
Pensar el pasado desde una mirada puramente subjetiva puede arrastrarnos a una vorágine de fervores patrióticos que, por su ingenuidad, desdibujan la complejidad de nuestra historia. Cuando el recuerdo se convierte en consigna, la patria corre el riesgo de transformarse en un relato cómodo antes que verdadero.
La Nación —siempre frágil, siempre en construcción— suele levantarse desde sus propios escombros, y pocos lugares encarnan mejor esta tensión que Tlatelolco. Allí, en aquel 13 de agosto de 1521, no solo cayó el último bastión mexica: también comenzó el doloroso alumbramiento de un pueblo nuevo, híbrido, desgarrado, pero persistente. Tlatelolco no es únicamente un sitio de derrota; es un umbral histórico donde una civilización se hunde mientras otra comienza a gestarse entre cenizas y contradicciones.
Las virtudes de los pueblos precolombinos no requieren defensa alguna: su grandeza cultural, simbólica y espiritual habla por sí misma. Pero tampoco fueron utopías vivientes; como en toda sociedad humana, coexistieron luces y sombras. Siempre han existido —y siempre existirán— hombres y mujeres capaces de responder con nobleza a las circunstancias más adversas. En reconocer esa complejidad radica la auténtica madurez histórica: evitar tanto la idealización como el desprecio, y mirar el pasado con la dignidad que merece.
La necesidad de reflexionar sobre lo anterior surge al ver la repentina —casi milagrosa— reaparición pública del expresidente Andrés Manuel López Obrador para anunciar su más reciente obra literaria y que empezó a venderse hoy. Confieso que, por decisión propia, no he leído ninguno de sus libros. Tal abstención quizá reste algo de equilibrio a mis juicios, pero también me permite preservar una distancia crítica que considero necesaria.
No estoy del todo seguro de que aquello que se presenta como creación inédita del exmandatario lo sea en realidad. No sería la primera vez, en nuestra historia política, que la pluma se utilice como un instrumento de legitimación más que como vía de introspección. La sospecha —esa vieja compañera de todo lector— se aviva al recordar filmes como El escritor fantasma (The Ghost Writer) (Polanski, 2010), donde la figura del autor es apenas la máscara de intereses más profundos.
En ese cruce entre política y literatura, donde el poder busca perpetuarse a través de la palabra escrita, surge precisamente la urgencia de examinar con mayor rigor los discursos que pretenden narrarnos a nosotros mismos.
Lo que me asombra es la visión de López Obrador durante la transmisión al publicitar su obra “Grandeza”: México está en paz, aseguró. «— Saldré si la democracia es amenazada, si existe la amenaza de un golpe de Estado en contra de la actual mandataria o si la soberanía nacional es amenazada, dijo el expresidente desde su rancho.
Ignoro a qué país alude el expresidente cuando proclama que vivimos en paz y que la prosperidad florece como si brotara del suelo mismo. Tal vez hable de una geografía paralela, más cercana al imaginario del poder que a la experiencia cotidiana.
También me intriga —y no por curiosidad malsana, sino por legítima preocupación cívica— la prodigiosa velocidad con la que sus hijos han logrado amasar poder y fortuna. Es posible que el apellido López abra puertas que para el resto permanecen selladas; la historia mexicana conoce bien esa alquimia donde la sangre cercana al poder se convierte, casi sin esfuerzo, en privilegio.
Porque el poder, lo sabemos desde los viejos cronistas, no ilumina: deforma, trastoca, altera. Y aunque algunos pretendan llamar a eso “transmutación”, no toda metamorfosis significa un cambio para bien. A veces es simplemente la confirmación de que la patria oficial y la patria real no siempre comparten el mismo mapa.
También me intriga —lo confieso sin rubor— a qué “oposición” se refieren los defensores del actual régimen. Porque, si uno observa con un mínimo de atención, los antiguos devotos del poder no necesitan exilio ni penitencia: basta con que crucen la calle, toquen la puerta adecuada y de inmediato son cobijados, perdonados y hasta celebrados como si nunca hubieran bebido del cáliz opuesto. En México, cambiar de bando es tan sencillo como cambiar de comensalía: el menú es el mismo, solo varía la mesa.
Tarde entendí una verdad: el poder no se crea ni se destruye… solo te transforma.

