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LA NOCHE DE LOS NAHUALES || POR BENJAMÍN M. RAMÍREZ

EL PROFESOR EN EL TONEL DEL CHAVO DEL OCHO, UN VIACRUCIS NEGADO.

LA NOCHE DE LOS NAHUALES

Por Benjamín M. Ramírez

Quizá nadie lo pregunta. Probablemente sí. ¿Quién en su sano juicio trabajaría durante varios meses, quizás años, sin devengar un salario? Cuando las deudas se acumulan con el correr de las catorcenas o quincenas, por el sólo hecho de no estar en nómina o fuera del presupuesto del erario, llega —tarde o temprano— el hartazgo, la cerrazón e incluso, estalla la furia.

La vida en la docencia implica riesgos y sacrificios, incomprensiones, sinsabores, la falta de reconocimiento, la ingratitud y el olvido. Así, el docente tiene que bogar entre la complicidad directa de quienes manejan el presupuesto y la anomia que engrasa los engranajes de una profesión que promete sólo indiferencia, aflicciones y muy pocas recompensas. Quizá sólo queda la satisfacción del deber cumplido.

Recién pude darme cuenta de que el tiempo llega irremediablemente. Docentes con más de 20, 30 0 40 años de servicio, toda una vida consagrada a las aulas, a la educación de nuevas generaciones, muestran la inevitable marca del tiempo de su permanencia en el salón de clases.

Hace días se ofreció una capacitación sobre “Detección de conductas de riesgo y protocolos de actuación” en el que se habló sobre las dinámicas de violencia dentro del entorno escolar, su detección y la forma de actuar frente a estos casos que cada día son más frecuentes en la actualidad. Aquí dos ejemplos.

«— Aquí los profesores como usted se mueren, me aseveró mientras sostenía un arma en la mano, amenazante. En su voz se asomó la disposición y determinación de sus palabras.

«— Entonces qué, profesor, creo que se equivocó en mi calificación, me dijo mientras una mano hurgaba entre sus ropas buscando aquello que podía reforzar sus gestos intimidatorios. Bajo el uniforme pude entrever un arma corta. Dirigí la mirada hacia él, con la seguridad que me brinda el no importarme nada. — Si la vas a sacar, úsala. Dispara si quieres, algún día todos nos vamos a morir, asentí. Él se retiró, farfullando, con la altivez propia del perdonavidas, entre dientes. — Sólo era broma, alcancé a escuchar.

No dejé pasar la valentonada. Fui presto a la dirección. Comenté el hecho. Sólo alcancé a escuchar un “veremos”. A los pocos días me informaron que prescindían de mis servicios. No me necesitaban más. Pensé en demandar por despido injustificado. — No lo hagas, me advirtió un amigo docente con muchos años de experiencia en los hombros. Te pondrán en una lista y jamás podrás encontrar trabajo nuevamente. Así funciona esto.

El maestro es un ser indefenso que debe navegar entre la inseguridad que representa en sí y por sí, la labor docente. Es un ente remplazable, anegado y explotado. Algunas instituciones de educación mantienen salarios de hambre. Incluso se ufanan de la perorata. — “Hora dada, hora pagada”. Sin prestaciones de ley, sin seguridad social, el docente está dispuesto a entregar tiempo, esfuerzo y vida, sólo porque sí, en una actividad absurda, ilógica, ingrata e infructuosa.

Me pregunto si no existe una ley que obligue a las escuelas particulares a pagar lo justo, lo que en justicia corresponda. A trabajo igual desempeñado en puesto, jornada y condiciones de trabajo también iguales, debe corresponder salario igual, reza el artículo 87 de la Ley Federal de Trabajo, LFT.

El docente es una rara especie en peligro de extinción, es un ser en resistencia. Así como Sísifo, debe responder a su sino, a su fatalidad, a su destino, a una tarea absurda, inútil, eterna e inaplazable. Sísifo fue condenado y su castigo consistía en subir una pesada roca por la ladera de una montaña empinada. Y cuando estuviera a punto de llegar a la cima, la gran roca caería hacia el valle, para que él nuevamente volviera a subirla. Así, por toda la eternidad.

Las mentadas de madre son lo menos que recibe un maestro. — Me poncharon las cuatro llantas de mi vehículo, me comenta un maestro con casi 34 años de experiencia. Amenazas de muerte, unas más violentas que otras, unas más directas que otras, el docente se encuentra bajo la espada de Damocles.

El docente se mueve entre las peligrosas aguas de su actividad y la incomprensión directa de sus directivos. Así, para el docente, la espada de Damocles es un peligro constante, una amenaza latente.

El docente es un ser para la incertidumbre, en la opacidad de su actividad y en la voluntad de sus pretensiones, está destinado al confinamiento de las cuatro paredes, a la inseguridad del aula, al grito encapsulado, sórdido, de quienes no escuchan.

Hoy, palabras como “Por favor”, “Gracias”, “Permiso”, “Me equivoqué”, “Lo haré de nuevo”, “Debo guardar silencio”, “Reconozco mi error” son arcaísmos, no por su falta de uso sino porque han perdido significado y el significante se ha evaporado en una lista interminable de derechos ausentes de obligaciones y responsabilidades.

El docente es un ser que vive en el tonel del Chavo del Ocho. Ahí, en ese espacio reducido, debe hacer todo, debe encontrar todos los recursos para llevar a cabo su actividad. A veces está dispuesto y convencido a dejar la propia existencia. Luego vuelve, porque sí. Conozco a profesores que tienen que sacar de su bolsillo el recurso económico para el pago de copias que puedan garantizar una evaluación más objetiva. Y así, el recurso se pierde en el discurso. — No hay. Unos más, compran sus marcadores, el borrador. Con tanta tecnología y aplicaciones en boga, se puede evitar el consumo de papel y tinta, garantizando una mejor evaluación de los aprendizajes.

Le comenté un día al director de la institución donde laboraba. — Me gustaría que instalara pintarrones, pizarrones blancos, que remplazara los pizarrones de tiza. Su respuesta no sólo fue grosera, irónica y socarrona. — No los necesita. Esos funcionan muy bien. No quise mencionarle el uso de las tecnologías de la comunicación y la información, TIC´s, quizá sería el pretexto ideal para despedirme. Me pagaba $70.00 pesos la hora, hace más de 8 años. El salario se mantiene hasta hoy.

Allá, un docente se enfrenta a golpes con un alumno. En una demostración eterna de quien detenta el poder. En otros lares, un maestro tiene que ceder ante la amenaza de un padre de familia influyente o que le sobran recursos para dar un “levantón”. — Sé donde vives y donde tomas el transporte.

Un amigo docente jubilado me escribió pidiendo que fuera el eco de sus reclamos ante la falta de pagos a un grupo numeroso de maestros jubilados, de docentes que consagraron toda una vida a la educación de las nuevas generaciones. Me indica que sólo reclaman lo justo. Que la lista de prelación es larga y que se les adeuda una fuerte cantidad. Dinero que la parte patronal no sabe dónde encontrarlo porque ya no lo tiene.

El reclamo de los inconformes subió de tono al punto de amenazar de que protestarían desnudos. Que se irían a una huelga de hambre. Luego manifestaron que siempre no. Que las protestas al desnudo implicarían una falta administrativa y por lo tanto una sanción pecuniaria, que incluso los llevarían detenidos. No los culpo. Que la huelga de hambre sería escalonada. Esto último no alcanzo a comprender.

Sentí el cansancio, el hartazgo. Quizá haya alguna instancia de buena fe que proponga una iniciativa de ley que persiga de oficio el delito de retención ilegal de salarios, pensiones y finiquitos. Algún día, todos atravesaremos ese tramo antes de llegar al río Estigia.

Concluyo. Envío, desde estas líneas, un saludo cordial y mis mejores deseos para mis amigos docentes, con quienes comparto más que un espacio, experiencias y retos. Para los que fueron mis maestros durante un lapso de mi vida: a todos los recuerdo con mucho cariño y agradecido por los aprendizajes adquiridos. Cada uno sembró el germen que algún día podré cosechar.

¡Maestro, no claudiques! Aunque no tengas razones para luchar.

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